miércoles, 8 de abril de 2015

AVANCES



Subió cansada de la calle y se acomodó en el sofá. Mientras comía sin ganas conectó la televisión y escuchó las noticias. Hablaban del descubrimiento de agua en Marte y de que la clonación humana estaba muy próxima a conseguirse. La ciencia avanzaba a pasos agigantados pero ella iba a ser la tercera componente de su familia que sucumbiría ante el cáncer. Miró las fotografías de los seres queridos que ya no estaban y reprimió una lágrima mientras cambiaba de canal. Puso un programa con noticias del corazón y se puso a tararear la sintonía mirando de reojo su pañuelo.
AUTOSUFICIENCIA Y ORGULLO, NORMALIDAD ABSOLUTA.


Los medicamentos se empezaron a esparcir por el suelo aprovechando la oportunidad que les brindaba aquel inesperado agujero en la pequeña bolsa de plástico que los portaba. La mujer se agachó y los fue recogiendo uno a uno intentando ignorar los pinchazos procedentes de su maltrecha pierna castigada de forma inmisericorde por la polio en sus años de infancia. Cuando se irguió de nuevo se encontró cara a cara con los rostros inquisitorios del tribunal que la examinaba para determinar su grado de discapacidad. Era la tercera vez que realizaba ese, a su entender, absurdo trámite, así que se limitó a responder con monosílabos y de mala gana las repetitivas preguntas que su jurado particular le hacía acerca de las dificultades que tenía a la hora de andar, asearse, vestirse o subir las escaleras. Sin esperar al formalismo de las palabras de despedida se dio la vuelta dirigiéndose a la puerta de salida con una amplia sonrisa dibujada en su demacrado rostro que acabó por desconcertar totalmente a sus evaluadores. Salió a la calle cojeando y se encaminó a la parada del autobús que la llevaría de vuelta al pueblo, a su casa. Decidió que había sido la última vez, jamás volvería a permitir que nadie le pusiera nota a su sufrimiento por un puñado de miserables monedas.
Carnaval,carnaaaaavaaaallll.







Juingo.


UTOPIAS

La primera vez que oyó comentarios al respecto, calificó la noticia como una solemne estupidez. Con el paso del tiempo, su opinión se fue transformando hasta llegar a ser de un moderado escepticismo. Por eso, las primeras veces que se topó con alguno de ellos, el único sentimiento que le afloraba era el de la desconfianza. Pero el pueblo seguía siendo soberano y enseguida acabó aceptando a aquellos androides que estaban creados para suplantar a los seres queridos que, por ley de vida, iban falleciendo. La idea, poco a poco, le iba dejando de ser tan descabellada. Sobre todo al ver pasear a sus vecinos llenos de alegría con aquel hijo que perdieron en un trágico accidente. O al contemplar como su mejor amigo volvía a esbozar aquella sonrisa plena de amor cuando salía con la pareja que una maldita enfermedad le arrebató. Un pensamiento, cual estrella fugaz, atravesó rápido  su cerebro y lo desechó con celeridad moviendo enérgicamente la cabeza como si fuera una verdadera locura. Pero aquella noche ya no pudo conciliar el sueño y le siguió dando vueltas al asunto durante un tiempo. Hasta que un día se animó y se acercó sin vacilar a aquella empresa que tanto éxito estaba obteniendo con el invento. El recuerdo de su padre continuaba muy latente en su interior y no se pudo resistir a la tentación de poder tenerlo otra vez a su lado, como antaño.
Se lanzó de lleno a aquella posibilidad y aportó, ya plenamente convencido, todo el material (fotos, grabaciones y un exhaustivo historial de usos y costumbres de su progenitor) que la compañía le solicitó. Al ir a recoger su “pedido”, unas lágrimas de felicidad rodaron por su mejilla. El parecido era extraordinario, la voz era exactamente la misma y, de vez en cuando, incluso soltaba aquella risa tan característica que tanto alegraba a toda la familia.
Esa noche salieron a cenar a su restaurante favorito y, fieles a su costumbre, se quedaron hasta la madrugada siguiendo con atención ese programa deportivo que tanto les entusiasmaba. El hombre miraba al padre resucitado embelesado y temiendo que aquello fuera un simple sueño que acabara transformándose en una  pesadilla tras un cruel e inesperado despertar.
Durante algunas semanas, parecía que todo volvía a ser como antes, pero pronto entendió que no podría ser realmente así. El androide solo respondía con repetitivos monosílabos y era totalmente imposible poder mantener una conversación decente con él.
Estuvo durante tres o cuatro días inmerso en unas intensas batallas internas en las que su corazón y su cabeza debatían profundamente para intentar llegar a un acuerdo de cara a alcanzar la solución más razonable a aquel complejo dilema.
Al final, se hartó de aquella máquina le siguiera a todas partes como si fuera un vulgar juguete y decidió devolverlo para que fuera convenientemente destruido. Argumentó que lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.


Juingo