La
primera vez que oyó comentarios al respecto, calificó la noticia como una
solemne estupidez. Con el paso del tiempo, su opinión se fue transformando
hasta llegar a ser de un moderado escepticismo. Por eso, las primeras veces que
se topó con alguno de ellos, el único sentimiento que le afloraba era el de la
desconfianza. Pero el pueblo seguía siendo soberano y enseguida acabó aceptando
a aquellos androides que estaban creados para suplantar a los seres queridos
que, por ley de vida, iban falleciendo. La idea, poco a poco, le iba dejando de
ser tan descabellada. Sobre todo al ver pasear a sus vecinos llenos de alegría
con aquel hijo que perdieron en un trágico accidente. O al contemplar como su
mejor amigo volvía a esbozar aquella sonrisa plena de amor cuando salía con la
pareja que una maldita enfermedad le arrebató. Un pensamiento, cual estrella
fugaz, atravesó rápido su cerebro y lo
desechó con celeridad moviendo enérgicamente la cabeza como si fuera una
verdadera locura. Pero aquella noche ya no pudo conciliar el sueño y le siguió
dando vueltas al asunto durante un tiempo. Hasta que un día se animó y se
acercó sin vacilar a aquella empresa que tanto éxito estaba obteniendo con el
invento. El recuerdo de su padre continuaba muy latente en su interior y no se
pudo resistir a la tentación de poder tenerlo otra vez a su lado, como antaño.
Se
lanzó de lleno a aquella posibilidad y aportó, ya plenamente convencido, todo
el material (fotos, grabaciones y un exhaustivo historial de usos y costumbres
de su progenitor) que la compañía le solicitó. Al ir a recoger su “pedido”,
unas lágrimas de felicidad rodaron por su mejilla. El parecido era
extraordinario, la voz era exactamente la misma y, de vez en cuando, incluso
soltaba aquella risa tan característica que tanto alegraba a toda la familia.
Esa
noche salieron a cenar a su restaurante favorito y, fieles a su costumbre, se
quedaron hasta la madrugada siguiendo con atención ese programa deportivo que
tanto les entusiasmaba. El hombre miraba al padre resucitado embelesado y
temiendo que aquello fuera un simple sueño que acabara transformándose en
una pesadilla tras un cruel e inesperado
despertar.
Durante
algunas semanas, parecía que todo volvía a ser como antes, pero pronto entendió
que no podría ser realmente así. El androide solo respondía con repetitivos
monosílabos y era totalmente imposible poder mantener una conversación decente
con él.
Estuvo
durante tres o cuatro días inmerso en unas intensas batallas internas en las
que su corazón y su cabeza debatían profundamente para intentar llegar a un
acuerdo de cara a alcanzar la solución más razonable a aquel complejo dilema.
Al
final, se hartó de aquella máquina le siguiera a todas partes como si fuera un
vulgar juguete y decidió devolverlo para que fuera convenientemente destruido.
Argumentó que lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.
Juingo