miércoles, 8 de julio de 2015



Había una vez un despertador al que odiaba con todas mis fuerzas. Cada vez que sonaba  interrumpiendo mi placentero sueño con su escandaloso sonido, mi primer pensamiento era el de estrellarlo contra la pared. Lo aborrecía porque su actuación era el preludio de otro monótono día. Las mismas caras, el mismo recorrido, la misma tarea. Hace tres días, no me pude contener más y, agarrando al maldito aparato, me levanté de un salto dirigiéndome a la ventana para arrojarlo sin piedad y destrozarlo contra el asfalto. En ese momento la vi, una nueva vecina había llegado al barrio y su espectacular melena rubia era la antesala de una hermosa cara que me cambió totalmente la percepción de la vida. Desde entonces, bajo corriendo a ver si me la encuentro por alguna parte para que llene de color mi día. Por eso estoy deseando que mi amigo el despertador me anuncie la llegada del amanecer con su preciosa melodía.
Miedo

Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Tras el reencuentro, después de cuatro años sin vernos, atribuí su llanto a una mezcla de alegría y sorpresa porque se hubiera dado la inesperada coincidencia de vernos en un bar de copas escondido en el paseo marítimo de aquel pueblo castigado por la tristeza y oscuridad del duro invierno.
Iniciamos una rápida conversación con infinidad de interrupciones por parte de ambos, donde descubrimos como cientos de palabras se agolpaban deseosas de salir despedidas como una forma de recuperar el tiempo desde que rompimos la relación. Luego nos enfrascaríamos en aquella absurda guerra donde nuestra única forma de atacarnos era mediante largos e implacables bombardeos de silencio.
Cuando nos pusimos al día respecto a la actualidad de nuestras vidas, pude comprobar que no es feliz. Mientras yo camuflaba mi monótona existencia con algún que otro falso flirteo, aquel torrente de agua salada corrió por su mejilla de forma fugaz.

Ahora tengo miedo de que callen las bocas y hablen los ojos porque sé que me uniré sin remisión a sus lágrimas.
El mejor remedio


En un hospital de Cáceres, tres personas (un inglés, un francés y un alemán), de paso por la zona, se quejaban de sus respectivas dolencias a un médico de la región. El doctor, abrumado ante tanta demanda, les rogó su confianza pidiéndoles que se vendaran los ojos porque los iba a llevar a un lugar mágico. Al llegar, aún sin ver nada, le puso a cada uno en la mano algo que sería su mejor medicina. El inglés, profundamente estresado, comió lo que tenía y al momento se calmó y se sintió relajado y feliz. El francés, aquejado del corazón, hizo lo mismo y enseguida sus latidos recobraron una placentera normalidad. El alemán, con una molesta artritis, notó al tragar aquello que los dolores salían de sus huesos. Los tres coincidieron en el exquisito sabor que tenía lo que habían comido. El médico les quitó la venda de los ojos y dijo que miraran a su alrededor explicándoles qué era lo que les había dado. Admirados por tan sublime paisaje, desde entonces pregonaron las excelencias de la picota del Jerte allá por donde fueron.
El concierto


Harto de dar vueltas, no resisto la tentación y enciendo la luz. Las dos de la mañana, solo me quedan cuatro horas para que suene el despertador. Ojos verdes.  La orquesta de mi cerebro ya interpreta la música y la canción vuelve a sonar por enésima vez en mi cabeza. Cansado por no poder dormir y hastiado del incansable soniquete del estribillo, me levanto y me dirijo al salón para ver si con el ruido de la televisión se apaga de una vez la dichosa melodía. Verdes como la albahaca. Desde la hora de comer, se introdujo en mi mente y me acompaña como un fiel perrillo a su querido dueño. Tras una reparadora ducha y un reconfortante desayuno salgo a la calle dispuesto a borrar de mi disco duro el desesperante día anterior, pero cuando el aire de la mañana me acaricia, mis esperanzas se desvanecen por completo. Verdes como el trigo verde…