Por
segunda vez en lo que va de noche, llora. Tras el reencuentro, después de
cuatro años sin vernos, atribuí su llanto a una mezcla de alegría y sorpresa
porque se hubiera dado la inesperada coincidencia de vernos en un bar de copas
escondido en el paseo marítimo de aquel pueblo castigado por la tristeza y
oscuridad del duro invierno.
Iniciamos
una rápida conversación con infinidad de interrupciones por parte de ambos,
donde descubrimos como cientos de palabras se agolpaban deseosas de salir despedidas
como una forma de recuperar el tiempo desde que rompimos la relación. Luego nos
enfrascaríamos en aquella absurda guerra donde nuestra única forma de atacarnos
era mediante largos e implacables bombardeos de silencio.
Cuando
nos pusimos al día respecto a la actualidad de nuestras vidas, pude comprobar
que no es feliz. Mientras yo camuflaba mi monótona existencia con algún que
otro falso flirteo, aquel torrente de agua salada corrió por su mejilla de
forma fugaz.
Ahora
tengo miedo de que callen las bocas y hablen los ojos porque sé que me uniré
sin remisión a sus lágrimas.
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