Desafío en la madrugada
Hacía
frío, vamos, que el grajo no es que volara bajo, es que ya no podía volar
porque tenía las alas congeladas. Los últimos pelotazos que se había metido
entre pecho y espalda servían como combustible a su estufa corporal y aplacaban
la gélida madrugada en su camino buscando un merecido descanso tras una intensa
juerga con los amigos. Salió del local haciendo eses con una profesionalidad
exquisita propia de individuos con el depósito cargado hasta los topes. Esa
noche decidió atajar un poco callejeando en vez de regresar por la avenida como
tantas otras veces. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento extraño pero
no le dio importancia e hizo el ademán de continuar su ruta. Unos estruendosos
ladridos lo sacaron de su ensimismado estado y le hicieron abrir los ojos como
platos ante la escena que ante él se representaba. Un Yorkshire Terrier que no
levantaba dos palmos del suelo le miraba desafiante y le impedía proseguir. Se dirigió
a su inesperada visita con palabras cariñosas y se quiso agachar para hacerle
una carantoña cuando el perro lanzó un mordisco al aire acompañado de un
amenazador gruñido que espabiló totalmente al hombre hasta el punto de hacerle
dar un salto felino para encaramarse a una ventana con una gran reja que le
permitía permanecer fuera del alcance de su feroz contrincante. Cada
movimiento, fruto de espontáneos ramalazos de valentía, no hacía sino enfurecer
más al chucho que respondía con la consiguiente ración de ladridos. Optó
entonces por quedarse quieto y esto pareció calmar al animal y conseguir que se
callara, lo cual era un alivio porque parecía capaz de despertar a todo el
barrio. Decidió fumarse un cigarrillo para tratar de analizar su insólita situación
hasta que, absorto en sus pensamientos, descubrió que ya no había perros en la
costa y se bajó de su improvisado refugio para reanudar su marcha en busca del
deseado encuentro con Morfeo.
A
la mañana siguiente, en plena vorágine de fiestas navideñas, nuestro héroe se
dispuso a salir a la calle sin acordarse en absoluto del pavoroso episodio
sufrido tan sólo unas horas antes. Aprovechando que las fechas eran propicias
para felices reencuentros y celebraciones sin motivo, disfrutó de una nueva
jornada que le mantendría otra vez ocupado hasta altas horas de la madrugada.
Fue precisamente en el camino a su casa, en pleno tránsito por la avenida,
cuando empezaron a agolparse en su cabeza las imágenes de su incidente con el
can.
Con
una buena provisión de ron en el cuerpo, emprendió otra vez el regreso al hogar
desafiando con valentía las bajas temperaturas reinantes. Con un movimiento
enérgico de cabeza, negó contestando a la pregunta que circulaba por su mente
ante la posibilidad de que el dueño de aquellos ladridos tan desagradables
pudiera repetir su aparición de la noche anterior.
Así
pues, confiado en sus posibilidades, se dispuso a encender otro cilindro
nicotínico, como a él le gustaba denominarlos. Parece que el clic que sonó al
encender el mechero activó un resorte secreto, porque casi no dio tiempo a que
surgiera la llama cuando una silueta que ya su memoria identificó como familiar
salió desde los fondos de una gran furgoneta aparcada en la acera de enfrente.
Se quedó paralizado encajando con resignación las estridentes protestas (que le
parecían cañonazos en el silencio de la noche) con las que le saludaba el
peludo y pequeño perrillo de la noche anterior. Descartó entonces las posibles
opciones: 1(Salir corriendo era totalmente inviable porque su cuerpo en general
no estaba precisamente para carreras) y 2(Utilizar la diplomacia ya se demostró
que no le sirvió anteriormente con aquel animal mal encarado) al problema que
de nuevo le impedía retirarse a sus aposentos. Optó entonces, dado la efectividad
obtenida, por la solución 3, repitiendo su ejercicio de alpinismo realizado con
tanta maestría 24 horas antes y se encaramó estoicamente a la misma ventana
para que le volviera a hacer las veces de burladero hasta que se calmara ese
pesado y enfurecido miura. Se encontraba pues, (quién se lo diría) ejerciendo
de inesperado y torpe aprendiz de Spiderman cuando escuchó a alguien gritar
unas puertas más abajo: “Manolitoooooooo”. En ese momento, su hasta entonces inamovible
enemigo, se alejó corriendo y dejó de importunarle para acudir a la llamada de
su amo, alertado sin duda por el ruido que estaba formando su escandalosa
mascota. Volvió a poner los pies en el suelo mientras recordaba, ya de mejor
humor, el nombre de la bestia inmunda que se había convertido ya en la peor de
sus pesadillas más recientes. “¡Manolito! (pensaba), ¿Cómo se le puede poner un
nombre tan aparentemente inocente a algo con tan malas pulgas?”. Le parecía
increíble que esa cosa con aspecto de un insignificante peluche ejerciera tal
efecto a su persona. Durante dos noches seguidas, ese demonio repelente le
había hecho sentir como un triste prisionero que miraba de forma lastimosa a su
carcelero solicitándole un indulto a su castigo para poder irse a la cama.
Se
alejó del lugar mascullando un sinfín de innombrables maldiciones que tenían
como lógico destinatario a ese chucho inmundo que le había amargado dos
gloriosos días de juergas con su pandilla de amigos.
No
obstante, durante el camino hacia su casa, este Juan sin miedo moderno sorteaba
con sumo cuidado los coches aparcados a su paso para evitar nuevos sustos
causados por cualquier otro Manolito que pudiera andar suelto.
Entonces,
antes de entrar en su portal, alzó la vista y miró los numerosos muñecos
vestidos de Papá Noel que trepaban por los balcones y ventanas de toda la
calle. Esbozó una sonrisa y levantó la mano para saludarlos, ya que, aunque por
una circunstancia bien distinta, él había estado en una situación muy parecida
tan sólo unos instantes antes.
Despertó
como nuevo tras un reparador descanso y se dio una buena ducha con el nombre de
Manolito martilleándole constantemente sus pensamientos. Desayunó copiosamente
y se acicaló para volver a la calle y poder reanudar la agitada vida social en
la que se encontraba inmerso aquellas intensas fechas. El día transcurrió sin
novedad entre amigos, risas y copas y eso le ayudó a archivar en lo más
profundo de su memoria las aventuras vividas (y sufridas) las madrugadas
anteriores.
Una
vez más, sus compañeros de correrías, incapaces de seguir su ritmo demoledor,
se fueron batiendo en retirada poco a poco y le dejaron solo en la barra del
bar. Aburrido, apuró su copa y se preparó para salir a la calle e ir en busca
de su cama.
Ya
se acercaba al punto donde le asaltaba la disyuntiva de atajar o seguir por el
camino más largo, aunque también el más tranquilo. Se paró a encender el
consabido cigarro que le acompañaba siempre a su regreso al hogar y meditó la
decisión a tomar. El chucho (pensó) no era probable que estuviera esa noche en
la calle tras haber recibido la supuesta reprimenda de su dueño la noche
anterior. Se adentró en las oscuras callejuelas convencido de haberse librado
de un rival tan molesto. De nuevo a la altura de la famosa ventana enrejada que
ya se había convertido en su Everest particular escuchó unos ladridos que le
desgarraron el alma y se encontró por tercera noche consecutiva frente a su
plomizo y ya clásico enemigo.
Esta
vez, el habitual frío de la época venía aderezado por una fina y persistente
lluvia que amenazaba con calar hasta los huesos a todo aquel que osara
amenazarla sin la protección adecuada.
Miró
al animal cara a cara y, a pesar de la agresividad que salía de aquellos
ojillos inyectados en sangre, le sostuvo la mirada y tomó la decisión más
temeraria de su ajetreada vida. En un rápido movimiento, dio un zapatazo en el
suelo que hizo que aquel monstruo saliera huyendo espantado al no estar
preparado para aguantar tal demostración de valentía.
En
ese instante fue consciente de haber salido plenamente victorioso del difícil
desafío mantenido con aquella bestia del averno.
Cuando
iba a reanudar la marcha, una voz en su corazón le empezó a regalar alabanzas por su heroico
acto y otra salía de su cabeza reprochándole su cobardía de las noches
anteriores. Sin hacer caso a ninguna de las dos, volvió sobre sus pasos y
retomó el camino al bar de donde había salido hacía un rato. Decidió celebrar
que el temible Manolito ya sólo era una muesca en su historial de batallas
legendarias.
Juingo
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