sábado, 28 de febrero de 2015

Desafío en la madrugada


Hacía frío, vamos, que el grajo no es que volara bajo, es que ya no podía volar porque tenía las alas congeladas. Los últimos pelotazos que se había metido entre pecho y espalda servían como combustible a su estufa corporal y aplacaban la gélida madrugada en su camino buscando un merecido descanso tras una intensa juerga con los amigos. Salió del local haciendo eses con una profesionalidad exquisita propia de individuos con el depósito cargado hasta los topes. Esa noche decidió atajar un poco callejeando en vez de regresar por la avenida como tantas otras veces. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento extraño pero no le dio importancia e hizo el ademán de continuar su ruta. Unos estruendosos ladridos lo sacaron de su ensimismado estado y le hicieron abrir los ojos como platos ante la escena que ante él se representaba. Un Yorkshire Terrier que no levantaba dos palmos del suelo le miraba desafiante y le impedía proseguir. Se dirigió a su inesperada visita con palabras cariñosas y se quiso agachar para hacerle una carantoña cuando el perro lanzó un mordisco al aire acompañado de un amenazador gruñido que espabiló totalmente al hombre hasta el punto de hacerle dar un salto felino para encaramarse a una ventana con una gran reja que le permitía permanecer fuera del alcance de su feroz contrincante. Cada movimiento, fruto de espontáneos ramalazos de valentía, no hacía sino enfurecer más al chucho que respondía con la consiguiente ración de ladridos. Optó entonces por quedarse quieto y esto pareció calmar al animal y conseguir que se callara, lo cual era un alivio porque parecía capaz de despertar a todo el barrio. Decidió fumarse un cigarrillo para tratar de analizar su insólita situación hasta que, absorto en sus pensamientos, descubrió que ya no había perros en la costa y se bajó de su improvisado refugio para reanudar su marcha en busca del deseado encuentro con Morfeo.
A la mañana siguiente, en plena vorágine de fiestas navideñas, nuestro héroe se dispuso a salir a la calle sin acordarse en absoluto del pavoroso episodio sufrido tan sólo unas horas antes. Aprovechando que las fechas eran propicias para felices reencuentros y celebraciones sin motivo, disfrutó de una nueva jornada que le mantendría otra vez ocupado hasta altas horas de la madrugada. Fue precisamente en el camino a su casa, en pleno tránsito por la avenida, cuando empezaron a agolparse en su cabeza las imágenes de su incidente con el can.
Con una buena provisión de ron en el cuerpo, emprendió otra vez el regreso al hogar desafiando con valentía las bajas temperaturas reinantes. Con un movimiento enérgico de cabeza, negó contestando a la pregunta que circulaba por su mente ante la posibilidad de que el dueño de aquellos ladridos tan desagradables pudiera repetir su aparición de la noche anterior.
Así pues, confiado en sus posibilidades, se dispuso a encender otro cilindro nicotínico, como a él le gustaba denominarlos. Parece que el clic que sonó al encender el mechero activó un resorte secreto, porque casi no dio tiempo a que surgiera la llama cuando una silueta que ya su memoria identificó como familiar salió desde los fondos de una gran furgoneta aparcada en la acera de enfrente. Se quedó paralizado encajando con resignación las estridentes protestas (que le parecían cañonazos en el silencio de la noche) con las que le saludaba el peludo y pequeño perrillo de la noche anterior. Descartó entonces las posibles opciones: 1(Salir corriendo era totalmente inviable porque su cuerpo en general no estaba precisamente para carreras) y 2(Utilizar la diplomacia ya se demostró que no le sirvió anteriormente con aquel animal mal encarado) al problema que de nuevo le impedía retirarse a sus aposentos. Optó entonces, dado la efectividad obtenida, por la solución 3, repitiendo su ejercicio de alpinismo realizado con tanta maestría 24 horas antes y se encaramó estoicamente a la misma ventana para que le volviera a hacer las veces de burladero hasta que se calmara ese pesado y enfurecido miura. Se encontraba pues, (quién se lo diría) ejerciendo de inesperado y torpe aprendiz de Spiderman cuando escuchó a alguien gritar unas puertas más abajo: “Manolitoooooooo”. En ese momento, su hasta entonces inamovible enemigo, se alejó corriendo y dejó de importunarle para acudir a la llamada de su amo, alertado sin duda por el ruido que estaba formando su escandalosa mascota. Volvió a poner los pies en el suelo mientras recordaba, ya de mejor humor, el nombre de la bestia inmunda que se había convertido ya en la peor de sus pesadillas más recientes. “¡Manolito! (pensaba), ¿Cómo se le puede poner un nombre tan aparentemente inocente a algo con tan malas pulgas?”. Le parecía increíble que esa cosa con aspecto de un insignificante peluche ejerciera tal efecto a su persona. Durante dos noches seguidas, ese demonio repelente le había hecho sentir como un triste prisionero que miraba de forma lastimosa a su carcelero solicitándole un indulto a su castigo para poder irse a la cama.
Se alejó del lugar mascullando un sinfín de innombrables maldiciones que tenían como lógico destinatario a ese chucho inmundo que le había amargado dos gloriosos días de juergas con su pandilla de amigos.
No obstante, durante el camino hacia su casa, este Juan sin miedo moderno sorteaba con sumo cuidado los coches aparcados a su paso para evitar nuevos sustos causados por cualquier otro Manolito que pudiera andar suelto.
Entonces, antes de entrar en su portal, alzó la vista y miró los numerosos muñecos vestidos de Papá Noel que trepaban por los balcones y ventanas de toda la calle. Esbozó una sonrisa y levantó la mano para saludarlos, ya que, aunque por una circunstancia bien distinta, él había estado en una situación muy parecida tan sólo unos instantes antes.
Despertó como nuevo tras un reparador descanso y se dio una buena ducha con el nombre de Manolito martilleándole constantemente sus pensamientos. Desayunó copiosamente y se acicaló para volver a la calle y poder reanudar la agitada vida social en la que se encontraba inmerso aquellas intensas fechas. El día transcurrió sin novedad entre amigos, risas y copas y eso le ayudó a archivar en lo más profundo de su memoria las aventuras vividas (y sufridas) las madrugadas anteriores.
Una vez más, sus compañeros de correrías, incapaces de seguir su ritmo demoledor, se fueron batiendo en retirada poco a poco y le dejaron solo en la barra del bar. Aburrido, apuró su copa y se preparó para salir a la calle e ir en busca de su cama.
Ya se acercaba al punto donde le asaltaba la disyuntiva de atajar o seguir por el camino más largo, aunque también el más tranquilo. Se paró a encender el consabido cigarro que le acompañaba siempre a su regreso al hogar y meditó la decisión a tomar. El chucho (pensó) no era probable que estuviera esa noche en la calle tras haber recibido la supuesta reprimenda de su dueño la noche anterior. Se adentró en las oscuras callejuelas convencido de haberse librado de un rival tan molesto. De nuevo a la altura de la famosa ventana enrejada que ya se había convertido en su Everest particular escuchó unos ladridos que le desgarraron el alma y se encontró por tercera noche consecutiva frente a su plomizo y ya clásico enemigo.
Esta vez, el habitual frío de la época venía aderezado por una fina y persistente lluvia que amenazaba con calar hasta los huesos a todo aquel que osara amenazarla sin la protección adecuada.
Miró al animal cara a cara y, a pesar de la agresividad que salía de aquellos ojillos inyectados en sangre, le sostuvo la mirada y tomó la decisión más temeraria de su ajetreada vida. En un rápido movimiento, dio un zapatazo en el suelo que hizo que aquel monstruo saliera huyendo espantado al no estar preparado para aguantar tal demostración de valentía.
En ese instante fue consciente de haber salido plenamente victorioso del difícil desafío mantenido con aquella bestia del averno.
Cuando iba a reanudar la marcha, una voz en su corazón le empezó a regalar alabanzas por su heroico acto y otra salía de su cabeza reprochándole su cobardía de las noches anteriores. Sin hacer caso a ninguna de las dos, volvió sobre sus pasos y retomó el camino al bar de donde había salido hacía un rato. Decidió celebrar que el temible Manolito ya sólo era una muesca en su historial de batallas legendarias.

Juingo

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