sábado, 23 de mayo de 2015


Al ser jueves, maldito jueves, me tocaba quedarme de guardia en la oficina y, encima, a cargo de la centralita telefónica. Mi compañera y yo tomábamos un reconfortante café que nos sabía a gloria ante el frío que se adivinaba en el exterior a través de las ventanas. Entonces empezó a sonar el dichoso teléfono y, durante un buen rato, parecía desatado como si fuera el único aparato al que llamar en toda la ciudad. Debido posiblemente a un caprichoso cruce de líneas, una buena parte de las llamadas recibidas preguntaban si aquello era la catedral, como si no estuviéramos ya suficientemente martirizados por tener que estar allí aquella tarde.
Tras la enésima repetición del soniquete de aquel puñetero timbre, la frase me salió, lo prometo, de manera espontánea:
-“Si señora, soy san Pedro, ¿Qué desea?”

El silencio de la pobre mujer era lo único que percibía mientras que mi compañera se tronchaba de la risa. La verdad es que apenas volvieron a preguntar por la catedral, con lo que se puede afirmar sin temor a equivocarse que aquella bendita respuesta fue mano de santo.
Una puerta a la fantasía



Al oír el timbre, el niño puso los ojos como platos intuyendo que le traían más material para nutrirse de su desmedida pasión. La madre acudió a la entrada y abrió con resignación. Esta vez era Juanita quién venía a deshacerse de algo que lo que hacía era ocupar espacio para dárselo a Manolín, sabiendo que al chico le encantaban todo tipo de tebeos y cómics. Despidió a la solícita vecina y le llevó el regalo a su hijo. Al cerrar la puerta, bromeó acerca de si algún día saldría de aquella habitación Anacleto, Rompetechos o Mortadelo.
Listo para la batalla


Tras el accidente, me costó un mes el poder levantarme de la cama. La gente me felicitaba, pero a mi aún me faltaba mucho. Otros tres meses de dura rehabilitación me permitieron volver a andar sin secuelas. Con suma paciencia empecé a dar paseos por el campo, que luego se transformaron en caminatas y éstas a su vez en largas carreras. La gente me felicitaba, pero a mi aún me faltaba mucho. La recuperación física completa me llevó de nuevo al trabajo y a reanudar mi vida con total y aparente normalidad. Comencé a escribir y a retomar mis hábitos y aficiones personales. La gente me felicitaba, pero a mi aún me faltaba mucho. Tres años después, sin darme apenas cuenta, un día me sobrevino una risa tonta que se transformó en una intensa y reconfortante carcajada. Nadie me felicitó entonces, pero no le di importancia porque, en ese momento, sí que me sentí totalmente recuperado y dispuesto para seguir viviendo y luchando contra todo sin ningún temor. Ya disponía de nuevo de mi más poderosa arma para cualquier tipo de batalla.


LA FIERA


Feroz. El caos del almacén, con todas las cajas por el suelo, no admitía otro calificativo. Pero eso permitió que te agacharas para buscar algo y tus bragas de pantera asomaran por encima del pantalón. Mis ojos aprovecharon aquel bendito desliz y grabaron la imagen para hacer que desde ese instante soñara con que las garras de esa felina me arañasen sin piedad entre interminables gritos de placer. Con el paso del tiempo, pude constatar que, efectivamente, aquella criatura era justo como yo imaginaba: feroz.


La cita.




Salí de casa dispuesto a cumplir mi misión como llamador de los tripulantes de la embarcación. A pesar de la temprana hora, todos contestaron al primer aviso y se prepararon con celeridad para la salida. Aunque el ensordecedor ruido de la vieja moto delataba mi deambular por las calles del pequeño pueblo, no era esa la razón de sus rápidas respuestas. Ya estaban despiertos porque todos tenían en su cabeza la melodía que la mar les hacía llegar con el viento para concertar su próxima cita.
LA CABALGATA



Las ventanas de las habitaciones se abrieron de par en par aprovechando la extraña bonanza climática de aquel mes de febrero. La música que llegaba del exterior, tapaba así cualquier atisbo de ruido procedente de aquella silenciosa cabalgata. Todo valía para el desfile: sillas, una tabla de un mostrador roto a modo de improvisada carroza o alguna cama de los que tenían dificultad para moverse por sí mismos y no querían perderse el evento. En la calle, la comitiva se fue alejando, pero ya era más pequeña, porque la alegría se quedó impregnada en los rostros de todos los pequeños ingresados en aquella planta del hospital.
ENTRE EL CIELO Y EL SUELO

En aquel polígono a las afueras de la ciudad, semidesnuda y con el frío de enero metido en los huesos, la chica miró hacia el cielo con los ojos poblados de lágrimas. Aún resonaban en su cabeza las palabras de aquellos supuestos amigos en su añorado país unos meses antes: “ten confianza, nosotros elevamos sueños”. Con una sonrisa irónica, asintió pensando que, efectivamente, sus sueños se habían elevado hasta el punto de haberse evaporado para siempre.



DIA DE PARTIDO



Gol del Cádiz. Era la cuarta vez que lo escuchaba y no pude reprimir una sonrisa de satisfacción. Ese día no había fútbol pero el grito de júbilo era la señal de mi compañero de búsqueda por haber vuelto a encontrar un precioso y, a priori, suculento níscalo con las medidas perfectas para cocinarlo a la plancha. Volveríamos con la cesta llena de goles y nuestros estómagos lo festejarían como se deben celebrar los grandes triunfos.



AMARGA VICTORIA.
A los tres días ella selló la paz con un beso. Ahí supe que gané la batalla del orgullo, pero entendí que había perdido la guerra de la sensatez