Al ser jueves, maldito jueves, me tocaba quedarme de
guardia en la oficina y, encima, a cargo de la centralita telefónica. Mi
compañera y yo tomábamos un reconfortante café que nos sabía a gloria ante el
frío que se adivinaba en el exterior a través de las ventanas. Entonces empezó
a sonar el dichoso teléfono y, durante un buen rato, parecía desatado como si
fuera el único aparato al que llamar en toda la ciudad. Debido posiblemente a
un caprichoso cruce de líneas, una buena parte de las llamadas recibidas
preguntaban si aquello era la catedral, como si no estuviéramos ya
suficientemente martirizados por tener que estar allí aquella tarde.
Tras la enésima repetición del soniquete de aquel
puñetero timbre, la frase me salió, lo prometo, de manera espontánea:
-“Si señora, soy san Pedro, ¿Qué desea?”
El silencio de la pobre mujer era lo único que
percibía mientras que mi compañera se tronchaba de la risa. La verdad es que
apenas volvieron a preguntar por la catedral, con lo que se puede afirmar sin
temor a equivocarse que aquella bendita respuesta fue mano de santo.