sábado, 23 de mayo de 2015


Al ser jueves, maldito jueves, me tocaba quedarme de guardia en la oficina y, encima, a cargo de la centralita telefónica. Mi compañera y yo tomábamos un reconfortante café que nos sabía a gloria ante el frío que se adivinaba en el exterior a través de las ventanas. Entonces empezó a sonar el dichoso teléfono y, durante un buen rato, parecía desatado como si fuera el único aparato al que llamar en toda la ciudad. Debido posiblemente a un caprichoso cruce de líneas, una buena parte de las llamadas recibidas preguntaban si aquello era la catedral, como si no estuviéramos ya suficientemente martirizados por tener que estar allí aquella tarde.
Tras la enésima repetición del soniquete de aquel puñetero timbre, la frase me salió, lo prometo, de manera espontánea:
-“Si señora, soy san Pedro, ¿Qué desea?”

El silencio de la pobre mujer era lo único que percibía mientras que mi compañera se tronchaba de la risa. La verdad es que apenas volvieron a preguntar por la catedral, con lo que se puede afirmar sin temor a equivocarse que aquella bendita respuesta fue mano de santo.

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