Malas
compañías
Al oír abrirse la puerta, cerró los ojos para que su sueño
pareciera convincente. Supuso que sería uno de los paseos nocturnos de su padre
cuando, en un momento de desvelo, se levantaba de la cama y aprovechaba para
comprobar que todo transcurría con normalidad. Pero aquello no era normal en
absoluto. Al intentar moverse para un lado, parecía que su cuerpo pesaba una
tonelada porque era incapaz de conseguir el más mínimo desplazamiento de
ninguno de sus músculos. Además, el miedo lo envolvió por completo cuando notó
el calor de una presencia que lo acompañaba muy cerca de él. Al día siguiente,
el padre afirmó que no se había movido de la cama en toda la noche. Por si
acaso, no volvió a dormir jamás en esa habitación, pero dio igual, porque las
visitas siguieron produciéndose. No sucedía todas las noches, menos mal, pero
le aterrorizaba la horrible sensación de quedarse paralizado durante un (eterno
para él) momento. Todo acababa cuando, por fin, lograba abrir los ojos y
retomaba el control de todo su cuerpo. Intentó combatir la anómala situación
acumulando el cansancio para que, nada más tumbarse en la cama, se quedara
completamente rendido sin tiempo a pensar en nada, pero tampoco le surtió
efecto. Su desconocido visitante le seguía honrando con su presencia
desprendiendo ese calor que le delataba a pesar de su invisibilidad. Aunque,
sin duda, a lo que no conseguía acostumbrarse era a la imposibilidad de poder
realizar ningún tipo de movimiento.
Con el paso del tiempo, ni siquiera el
matrimonio logró solucionar sus problemas
con aquella peculiar pesadilla pero, al menos, logró mitigarla parcialmente.
Aprovechó la coyuntura de estar acompañado en la cama para, con mucho esfuerzo,
poder articular unos murmullos ininteligibles, pero suficientes para poder
avisar a su esposa. Ésta, al principio
con la lógica preocupación, se acostumbró a tan extrañas señales para despertar
a su marido enseguida al verlo inmerso en su sempiterna cruzada.
Con el nacimiento de su
hijo, las noches le obligaban a estar permanentemente alerta y pendiente del
bebé a pesar de seguir librando sus perennes batallas. Incluso, algunas veces,
los llantos del pequeño le ayudaban a salir del estado catatónico donde se
sumergía cada vez que comenzaba de nuevo su particular aventura. Y así, noche
tras noche y sueño tras sueño, consiguió llegar a saber convivir con aquella
singular forma de vida. Poco a poco aprendió a relajarse hasta que sus ojos se
abrían de golpe y el mundo continuaba funcionando correctamente.
El día que su hijo le narró
los pormenores de la terrible pesadilla que le había atormentado la noche
anterior, fue la primera vez que se quedó petrificado con los ojos
completamente abiertos.
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