miércoles, 16 de septiembre de 2015



Malas compañías

Al oír abrirse  la puerta, cerró los ojos para que su sueño pareciera convincente. Supuso que sería uno de los paseos nocturnos de su padre cuando, en un momento de desvelo, se levantaba de la cama y aprovechaba para comprobar que todo transcurría con normalidad. Pero aquello no era normal en absoluto. Al intentar moverse para un lado, parecía que su cuerpo pesaba una tonelada porque era incapaz de conseguir el más mínimo desplazamiento de ninguno de sus músculos. Además, el miedo lo envolvió por completo cuando notó el calor de una presencia que lo acompañaba muy cerca de él. Al día siguiente, el padre afirmó que no se había movido de la cama en toda la noche. Por si acaso, no volvió a dormir jamás en esa habitación, pero dio igual, porque las visitas siguieron produciéndose. No sucedía todas las noches, menos mal, pero le aterrorizaba la horrible sensación de quedarse paralizado durante un (eterno para él) momento. Todo acababa cuando, por fin, lograba abrir los ojos y retomaba el control de todo su cuerpo. Intentó combatir la anómala situación acumulando el cansancio para que, nada más tumbarse en la cama, se quedara completamente rendido sin tiempo a pensar en nada, pero tampoco le surtió efecto. Su desconocido visitante le seguía honrando con su presencia desprendiendo ese calor que le delataba a pesar de su invisibilidad. Aunque, sin duda, a lo que no conseguía acostumbrarse era a la imposibilidad de poder realizar ningún tipo de movimiento.
 Con el paso del tiempo, ni siquiera el matrimonio logró solucionar sus  problemas con aquella peculiar pesadilla pero, al menos, logró mitigarla parcialmente. Aprovechó la coyuntura de estar acompañado en la cama para, con mucho esfuerzo, poder articular unos murmullos ininteligibles, pero suficientes para poder avisar  a su esposa. Ésta, al principio con la lógica preocupación, se acostumbró a tan extrañas señales para despertar a su marido enseguida al verlo inmerso en su  sempiterna cruzada.
Con el nacimiento de su hijo, las noches le obligaban a estar permanentemente alerta y pendiente del bebé a pesar de seguir librando sus perennes batallas. Incluso, algunas veces, los llantos del pequeño le ayudaban a salir del estado catatónico donde se sumergía cada vez que comenzaba de nuevo su particular aventura. Y así, noche tras noche y sueño tras sueño, consiguió llegar a saber convivir con aquella singular forma de vida. Poco a poco aprendió a relajarse hasta que sus ojos se abrían de golpe y el mundo continuaba funcionando correctamente.
El día que su hijo le narró los pormenores de la terrible pesadilla que le había atormentado la noche anterior, fue la primera vez que se quedó petrificado con los ojos completamente abiertos.

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